9.27.2011

Bermúdez

El sol se levantaba débil y perezoso, con espiritu gentil, en el horizonte. Como una prostituta. Sobre la mezcla de lodo, zacáte y hierba nuestros pies se revolvían envueltos en cuero negro, veloces, torpes, tan torpes que en ocasiones se encontraban. Aquello era más que futbol. Nosotros eramos mas que jovenes.
Jugamos hasta que el sol se montara sobre nuestras cabezas. Se comio nuestras sombras y se las pasó con nuestro sudor.
Los torpes niños que dabamos tumbos sobre aquel campo eramos todos debil e iracundos, ingenuos. De cuando en cuando dos o mas de esos cuerpos se precipitaban los unos contra los otros, como se suponía, yo suponía, debía suceder. De otra manera ¿que sentido tenían los equipos?
Allá en el fondo se levantaba un muro bajo la portería. Un niño gigante. Un molino. Nadie quería dar tumbos con él. Sin embargo no todos los perros tienen su día. Ayala me había dicho por la mañana cuando ibamos en el camión rumbo al campo "He descubierto que solo tengo pesadillas cuando duermo con mi esposa. Son las noche que duermo sobrio." Ahora su esposa lo sacaba en brazos despues de haber sufrido un impacto contra aquel arquero rabioso y energico. Lo vi salir en sus brazos con esa sonrisa idiota que siempre se cargaba cuando aquella salamandra andaba alrededor. Al pobre no le gustaba pelear y no se decir si es porque no era bueno peleando, o no era bueno peleando porque no le gustaba pelear.
El sacrificio de Ayala había dejado como herencia un tiro libre que Ro se ofreció a ejecutar. Todos querían ejecutar. Siempre. Todos. No yo, a mi lo que me gustaba era correr, además que desde siempre he evitado las responsabilidades. Aquella porción de aire encerrada en el esférico salio disparada violenta y sin dirección. Como quinceañera.
Había visto a Ro patear muchas cosas con sus patas huesudas, blandengues. Lo había visto patear otros niños por ejemplo, lo veía patear sus propios niños, veía a su esposa verlo patear sus propios niños, su esposa me había visto a mi verlo. Nunca lo había visto anotar un gol. Ese día tampoco lo vería. El balón se voló la barda enrejada de aquella prisión. Me pregunté si Ro podía dormir cuando dormía con su esposa. Sobrio. Diario.
El arquero, aquel espelusnante universo de carne y pelos había en un moviemiento librado la barda y el balón regresaba a nosotros de una patada para reanudar el juego. Yo lo observé de puntas del otro lado. Para cuando regresó no pude ver mas. Su espalda estaba echa un desastre. Un desastre capaz de hacer que me echara a llorar. Su carne estaba toda echa un puré de colores. Él no se había dado cuenta. Su bravura y su estupidés se lo habían evitado. Su lomo era parecido a una gelatina de leche de esas que llevan frutas dentro. En trozos. Había sido acerradó en tres grandes partes por cuchillas sin filo, de dientes gordos, sin dirección. Pimientos rojos, amarillos y verdes se doblaban entre el luquido blanco que se le escurría por la rasguñada gelatina. Miré a mi alrededor. Nadie estaba viendo lo que yo. Saliba caliente me llenó el hocico. Ayala besaba apasionadamente a su esposa. "¿Algun vez has vomitado de hambre?" me había preguntado alguna vez. Esa mañana desperté bañado en mi propio vomito

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